lunes, 25 de marzo de 2013

El bronco son de la Semana Santa

por Melchor Padilla

Esta Semana Santa volverá a sonar, el Jueves y Viernes Santo, un extraño instrumento que podemos contemplar junto a la espadaña de la iglesia de Santo Domingo de La Laguna. Conocido con el nombre de matraca, el Diccionario de la Real Academia lo describe como "rueda de tablas fijas en forma de aspa, entre las que cuelgan mazos que al girar ella producen ruido grande y desapacible".

Desde el punto de vista musical, las matracas forman parte del grupo de los idiófonos, es decir, de aquellos instrumentos que frotados, agitados o percutidos producen su sonido por el propio material de que se forman. La de Santo Domingo es de tipo compuesto y consta de un eje con manivela sobre el que hay dispuestas cuatro tablas formando aspas, entre las cuales cuelgan dos mazas que las golpean cuando se hace girar.

No son muy habituales en el archipiélago y es ésta que nos ocupa la que se encuentra en mejor estado desde que por parte de la Parroquia se procedió a su restauración hace unos años. Existe otra en la Catedral de La Laguna que se halla deteriorada y fuera de uso.

Su utilización está ligada desde antiguo a la liturgia de Semana Santa, pues tradicionalmente tenía como función principal sustituir a las campanas durante los días del triduo sacro, concretamente desde la hora nona del Jueves Santo, después del Gloria de la misa, hasta la tarde del sábado, y formaban parte importante del ya desaparecido Oficio de Tinieblas. Para la tradición católica su sonido recuerda el estruendo que se produjo en el momento en que "el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo; y la tierra tembló, y las rocas se hendieron".

Podremos oír de nuevo el bronco sonido de la matraca en la tarde de este Jueves Santo, cuando salgan de la Parroquia de Santo Domingo los pasos del Cristo de la Humildad y Paciencia, Nuestra Señora del Mayor Dolor, Santos Varones, San Juan y la Magdalena y Nuestra Señora de la Soledad. También sonará en la procesión de madrugada cuando el Cristo de La Laguna llegue a Santo Domingo y, el Viernes Santo, cuando salga el Santo Sepulcro con destino a la Concepción a las tres de la tarde. Y por último, a la llegada a la parroquia de la procesión del silencio.

Del nombre de este instrumento proviene la expresión "dar la matraca" o "dar la matraquilla", queriendo indicar insistencia pesada y molesta.

ACTUALIZACIÓN (30/06/2013)
Alejandro Carracedo ha obtenido unas magníficas imágenes de la matraca de Santo Domingo algunas de las cuales pueden ver a continuación.
Gracias, Alejandro.











lunes, 18 de marzo de 2013

Cuando La Laguna quiso ser Venecia

por Melchor Padilla

Hace ahora treinta y cuatro años, tras la celebración de las primeras elecciones municipales democráticas una vez aprobada la Constitución, fue elegido alcalde de La Laguna el pintor Pedro González. Entre los muchos problemas que encontró la nueva corporación municipal, uno de los más importantes fue resolver el sistema de evacuación de aguas de la ciudad.

Dos años antes, el 11 de abril de 1977, lunes de Pascua, se había precipitado sobre el valle de Aguere tal tromba de agua que el alcantarillado de la época y los barrancos se demostraron insuficientes para evacuar los más de 260 milímetros por metro cuadrado caídos en una noche sobre la vega lagunera. La deficiente limpieza y mantenimiento de los cauces y su obstrucción o práctica desaparición, debido al desordenado desarrollo urbanístico, hicieron que la ciudad quedase completamente anegada. Todavía está presente en el recuerdo de los laguneros que vivimos aquellos días la imagen de una zodiac de la Cruz Roja navegando en la plaza del Cristo.

Para resolver este enorme problema se desarrolló un proyecto de colector que rodeara la ciudad y que recogiera los caudales de los pequeños pero abundantes barranquillos de la vega. Este colector partiría del camino Tornero y terminaría en el barranco de la Carnicería, desde donde las aguas pluviales se conducirían hacia el barranco de Santos y de allí al mar. La obra fue financiada por el gobierno central, a través del Servicio de Obras Hidráulicas del Ministerio de Obras Públicas, y se presupuestó en 790 millones de pesetas -unos 4,75 millones de euros-, cifra respetable para aquella época.

Pero al alcalde Pedro González se le ocurrió entonces una idea curiosa: acumular agua mediante compuertas en un tramo del barranco canalizado y aprovechar la altura del agua remansada para hacerlo navegable mediante pequeñas barcas. Es decir, aprovecharlo para fines lúdicos. Pronto la socarronería de los laguneros bautizó el proyecto, que a partir de entonces fue conocido con el nombre de la Venecia lagunera.

En 1987, Pedro González perdió las elecciones y el nuevo equipo municipal de gobierno, presidido por el folclorista Elfidio Alonso, se dedicó desde los primeros momentos a echar para atrás todos los proyectos emprendidos por su antecesor. Todavía recordamos el chusco episodio del repintado de la catedral porque el color rosa que se le había dado poco tiempo antes parecía "poco religioso" a las mentes reaccionarias de la ciudad.


En 2002 se adjudicó, dentro de las obras del Plan Urban, el proyecto para cubrir la parte del barranco que va desde el comienzo de la Pista Militar de San Roque hasta cerca de la plaza del Adelantado y la idea de la Venecia lagunera quedó abandonada. Hasta hace poco, aún se podían contemplar la vieja maquinaria y las compuertas a la altura del camino de la Rúa como testigos mudos de aquel intento, pero hace unos meses también fueron eliminados.

Hace poco tiempo, se dio el nombre de Pedro González al parque de la Vega, muy cerca del barranco del que hablamos. No podemos dejar de pensar que aquel curioso proyecto del que fuera primer alcalde democrático de La Laguna tras la dictadura, podría ser hoy en día un valor añadido para el entretenimiento de nuestros vecinos y visitantes.

lunes, 11 de marzo de 2013

Un naufragio histórico en las costas de Anaga

por Antonio Sotillo

Entre la Punta de Las Manchas y los Bajos Verdes de Anaga, en Tenerife, se encuentran los últimos restos de un naufragio histórico que sucedió hace más de un centenar de años.Después de dejar atrás los puertos de Marsella y Barcelona, salió desde Málaga un vapor francés el día 12 de Febrero de 1898 a las cinco de la tarde con rumbo a Venezuela, Colombia y Costa Rica, pasando por las cercanías de la isla de Tenerife, con un cargamento compuesto principalmente de harina, pipas de vino, imágenes para una iglesia de Venezuela y algunos caballos, entre otras mercancías. Este vapor francés era conocido con el nombre de Flachat (aunque en la prensa de la época se le llama en ocasiones Flechat) y fue construido en los astilleros de Stockton en el año 1880, siendo su primer nombre Akaba. Su tripulación estaba formada por unas cincuenta personas entre marineros y oficiales. El número de pasajeros que transportaba era de cincuenta y uno, mayoritariamente adultos (franceses, italianos, turcos y tres españoles) y cuatro niños. Fueron por tanto ciento una personas los testigos de esta gran tragedia que conmovió a Tenerife.

Son las doce de la noche del día 15 de febrero de 1898. Tiempo Sur infernal. El simún del Sahara envuelve el océano y las islas en una espesa niebla terrosa que impide toda visibilidad; el mar está embravecido, con olas que suenan al golpear contra el casco como martillazos en una fragua. La noticia del hundimiento del Maine –que implicaba el inminente comienzo de la guerra con los Estados Unidos- se acaba de recibir: presagio funesto para el oficial de guardia del Flachat; a este personaje, de carácter hosco y poco apreciado entre la tripulación, la noticia lo sumió en negras preocupaciones que distrajeron su atención de la labor de vigía. De pronto suena el grito de un marinero: “¡Tierra por proa!”. El oficial, volviendo de su ensimismamiento, recrimina al marinero: “”Imposible ver tierra con esta calima!, ¡atiende mejor tus obligaciones!”. Tras una breve pausa, el marinero grita de nuevo: “¡Rocas a estribor!”. “¡No son rocas –responde furiosamente el oficial-; son sombras que la luna proyecta sobre la densa calima!”.

Pasan unos pocos segundos y, a través de una momentánea clarea, alumbrados por la luz del Faro de Anaga, surgen nítidos y amenazantes, como fantasmas que acaban de adquirir forma corpórea, los acantilados del Barranco de Anosma frente al cual se encuentran los rompientes conocidos por los pescadores de la zona con el nombre del Bajos de los Verdes y, un poco más lejos a estribor, los dos Roques de Anaga. Una columna de agua surge de la Baja de La Mancha Blanca. El oficial, nervioso y apresurado, se dirige al capitán: “¡Encallamos!”. El capitán apenas tuvo tiempo de proferir una maldición: “¡Santo Dios! ¡Este loco nos ha perdido!”.

No había terminado de pronunciar estas palabras cuando se oyó debajo del casco un estruendo ensordecedor y una inmensa vía de agua anegó la sala de máquinas reventando las calderas y haciendo que los noventa y nueve metros de eslora se partiesen en tres pedazos. Acto seguido comenzó la angustiosa agonía de los cincuenta tripulantes y cincuenta y un pasajeros que ocupaban la nave: las lamentaciones e imprecaciones en varios idiomas –francés, español, turco, italiano- se mezclaban con los nerviosos relinchos y los golpes desesperados de los caballos que a coces intentaban romper las paredes que los aprisionaban para escapar de una muerte que intuían inminente.

Las dos grandes arcas que transportaban las artísticas imágenes de Cristo Crucificado y de la Inmaculada Concepción, con destino a alguna parroquia de Venezuela, salieron de las bodegas y fueron arrastradas por las olas hacia la costa; los desesperados viajeros, al verlas flotar en las aguas tenebrosas, se hincaron de rodillas y elevaron sus plegarias al cielo implorando un milagro. La mayor parte de la carga , además de la harina, estaba compuesta por toneles de vino que, como consecuencia de los continuos embates de las olas, se rompieron y tiñeron de rojo la harina formándose una mezcla sanguinolenta que se esparció por las aguas, siniestro presagio que a más de uno hizo caer en la desesperación.

El comandante del barco murió y tomó el mando el capitán Leroy. Su primera disposición fue ordenar que todo el mundo se trasladase inmediatamente a la proa, que era la parte encallada del barco, pues, al encontrarse afianzada en las rocas que conforman los Bajos Verdes, la consideraba más segura ante el empuje del oleaje. En la popa se encontraba un matrimonio con sus dos hijos, todos aferrados al mástil; en el momento en que intentaban pasar a proa una ola furiosa los barrió haciéndolos desaparecer para siempre; a viajeros y tripulantes, envueltos por la espuma de las olas y asidos a los trozos de madera en que se iba convirtiendo la nave, la espuma blanquecina que formaba el roce de las olas con el fuerte viento los iba envolviendo como blanco sudario para realizar su último viaje.

El Capitán Leroy ordenó a un marinero que tenía fama de buen nadador que intentase llegar hasta la costa para atar un cabo y tratar de desembarcar a los que todavía permanecían en la cubierta; tres veces acometió la tarea encomendada y, cuando parecía que iba a conseguirlo, una ola enorme lo estrelló contra los arrecifes: destrozado, desapareció inmediatamente bajo las furiosas aguas. A la mañana siguiente el Vapor Susu, de matricula inglesa, que partía de Garachico en dirección a Anaga al mando del capitán Ezequiel Crespo, al pasar los Roque de Anaga divisó sobre el oleaje de los Bajos Verdes los mástiles de un barco.

Al pasar la baja de Roque Bermejo se observó la chimenea del barco así como restos emergentes del mismo y, poniendo proa hacia el lugar de la tragedia, se acercó lo máximo que pudo, ya que el embate de las olas lo podía hacer zozobrar en el mismo lugar, y se arrió un bote que iba patroneado por un joven y valiente marinero de Taganana, Rafael Rodríguez Campanario, piloto del Susu. Según se acercaba a los rompientes oía los gritos de dolor de los náufragos. De pronto observó a un grupo de personas agarrados a un pequeño bote de madera hundido; al no poder acercarse se lanzó rápidamente al agua asido a un cabo, que ató en la embarcación hundida, remolcándolos posteriormente hasta el Vapor Susu, donde fueron atendidos. En este grupo se encontraban el capitán y el segundo, además del único pasajero español de Cartagena, Rafael Muñoz, que curiosamente ya había naufragado dos veces (la última en Filipinas, donde el Gravina encalló en un banco de coral, salvándose veinticuatro de los ciento un tripulantes y pasajeros que conducía).

La pequeña embarcación volvió a salir en busca del resto de náufragos que se divisaban en el centro y la proa del barco, pero la barrera de rocas que se interponía impedía el rescate de los mismos. Los gritos de desesperación de los supervivientes que se encontraban encaramados en los restos del barco se unían al estruendo producido por el choque de las olas con estos restos.

Como no podía acercar más el bote a los náufragos, el valiente Rafael arrojó unos salvavidas para que se lanzaran al agua los supervivientes más próximos. Un joven oficial se lanzó sobre uno de estos salvavidas con la intención de acércarlos al resto, pero en este momento se desprendieron el palo mayor y la chimenea del vapor cayendo sobre este oficial y arrastrando en su caída a todos los que estaban asidos al mismo, desapareciendo todos bajo las impresionantes olas. A escasa distancia se podía observar entre la espuma a tres mujeres con los brazos en alto que iban siendo tragadas junto con el resto de la chimenea del barco ante la impotencia de Rafael.

Del centenar de personas que viajaban en el Flachat solo pudieron salvarse trece tripulantes, entre ellos el capitán Leroy, el segundo piloto y un pasajero español, natural de Cartagena, que había embarcado en Barcelona, y sucumbieron, tragados por el mar, los demás oficiales y tripulantes hasta el número de treinta y seis y, del pasaje, cincuenta de cincuenta y un pasajeros, siendo en total el número de ahogados de ochenta y seis personas.

lunes, 4 de marzo de 2013

¿Para cuándo el cuartel de San Carlos?

por Melchor Padilla



En 1875 se inauguró, en el lugar que había ocupado el antiguo Hospicio de San Carlos, el cuartel del mismo nombre. Situado en la zona de El Cabo, fue junto al de Almeyda, que está en el otro extremo de la ciudad, uno de los acuartelamientos más importantes de la isla. Fue construido a partir de 1850 por el maestro de obras Domingo Sicilia, siguiendo los planos del ingeniero militar Amat y Tortosa.

Es un edificio de marcado carácter neoclásico que consta de dos plantas al centro y una sola en los extremos. El módulo central se halla coronado por un frontón en el que figura su nombre y la fecha de inauguración, difícilmente reconocibles por el efecto de la maresía. Todos los vanos son rectangulares verticales de dinteles rectos. Han desaparecido las dos naves laterales y algunos pabellones aislados, que conformaban la plaza o patio central. Ésta se ha convertido en un espacio libre de uso público, en el que trece laureles de indias crean un remanso de sombra vegetal en la zona del El Cabo.

En este lugar tuvo su sede hasta la década de los setenta un regimiento de infantería con distintas denominaciones, la última la de Tenerife nº 49. En un artículo publicado por La Ilustración Española y Americana en 1886 se hace una descripción del cuartel, que por entonces alojaba al Batallón de Cazadores de Tenerife nº 21 y a la denominada Guardia Provincial, de funciones similares a la Guardia Civil cuando ésta no había sido desplegada todavía en las islas. Cita la publicación la existencia de "locales de academias, dormitorios, almacén, salas de banderas, de esgrima y de reconocimiento, así como el limpio comedor y la bien montada cocina". En una fotografía tomada unas décadas más tarde, en 1893, podemos ver a los soldados en formación en el hoy desaparecido patio de armas del recinto militar.


Este es un resumen de su historia reciente:
  • Cambio de manos y concurso. A finales de los años setenta del pasado siglo, el cuartel fue cedido por el Ministerio de Defensa al Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, que a su vez lo cedió al Gobierno de Canarias en el año 2000 mediante una permuta con el Edificio Fides, que pasaría a ser propiedad municipal. En agosto de ese mismo año, la Dirección General de Patrimonio y Contratación sacó a concurso público la contratación de la redacción y posterior dirección del proyecto de rehabilitación del edificio.
  • AMP asume la rehabilitación. Tras algunas vicisitudes, el proyecto y dirección de obra se encargan al estudio tinerfeño AMP, de los arquitectos Felipe Artengo, José María Rodríguez Pastrana y Fernando Martín Menis, responsable, entre otras obras, del cercano edificio de Presidencia del Gobierno de Canarias. El proyecto contempla, por una parte, mantener las pautas y proporciones originales del inmueble, conservando las dos fachadas, anterior y posterior, y creando unas instalaciones modernas y adecuadas a las funciones a las que, al parecer, se destinará el edificio: ser sede de la Dirección General de Servicos Jurídicos y de la Viceconsejería de Relaciones Institucionales. Las nuevas alas se cubrirán de una piel de vidrio grafiado que sólo permite la visión desde el interior. El proyecto preveía, asimismo, la construcción de un túnel que comunicara el inmueble con la sede de Presidencia.
  • Un comienzo confuso. El proyecto se elaboró en 2003 y comenzaron las obras, que se adjudicaron a la empresa Dragados con un presupuesto de casi tres millones de euros. A partir de ese momento todo es confusión. Los trabajos se paralizaron hasta 2005 y, cuando continuaron, del total presupuestado se gastaron más de 2,4 millones de euros en trabajos de cimentación del edificio, que no habían sido contemplados en el proyecto inicial. Según los responsables de AMP, el edificio se levantaba sobre callao de playa y las vibraciones ocasionadas por el tranvía, que pasa pegado a la fachada principal, aconsejaron reforzar la cimentación. 
  • Tres directores generales. El Ejecutivo autónomico tenía conocimiento de estas reformas necesarias, pues el entonces director general de Patrimonio, Alfonso Fernández, visitó varias veces la obra y pudo observar el proceso de refuerzo que se estaba llevando a cabo. Incluso este mismo alto cargo afirmó en 2007 que saldría a concurso en breve la última fase de la rehabilitación por algo más de un millón de euros. El siguiente director general, Paulino Montesdeoca, hizo una ampliación de 800.000 euros para asumir un modificado del proyecto, destinado a mejorar la cimentación. Por último, el nuevo jefe de Patrimonio y Contratación del Gobierno de Canarias, Antonio Vera, decidió resolver de forma unilateral el contrato con la dirección técnica y la constructora que tenían encargada la obra desde el año 2003, ya que las modificaciones no habían sido aprobadas por la Dirección General de Patrimonio y Contrataciones.
En este momento las obras se encuentran paralizadas a la espera de un nuevo concurso y adjudicación. Se calcula que habrá que invertir casi dos millones de euros más para poderlo finalizar.

NOTA: 


Este artículo fue escrito hace ahora casi tres años. En este tiempo poco ha cambiado; un nuevo director general de Patrimonio y una nueva derrama de dinero (1,35 millones de €) ha sido presupuestada para finalizar las obras que, no obstante un año más tarde siguen paralizadas. Estamos ante otro ejemplo más de la inoperancia absoluta de nuestras autoridades. Han pasado ya trece años desde que se puso en marcha el proceso y por ello nos preguntamos: ¿hasta cuándo tendremos que esperar para ver el antiguo Cuartel de San Carlos restaurado?