por Antonio Sotillo
Entre la Punta de Las Manchas y los Bajos Verdes de Anaga, en Tenerife, se encuentran los últimos restos de un naufragio histórico que sucedió hace más de un centenar de años.Después de dejar atrás los puertos de Marsella y Barcelona, salió desde Málaga un vapor francés el día 12 de Febrero de 1898 a las cinco de la tarde con rumbo a Venezuela, Colombia y Costa Rica, pasando por las cercanías de la isla de Tenerife, con un cargamento compuesto principalmente de harina, pipas de vino, imágenes para una iglesia de Venezuela y algunos caballos, entre otras mercancías. Este vapor francés era conocido con el nombre de Flachat (aunque en la prensa de la época se le llama en ocasiones Flechat) y fue construido en los astilleros de Stockton en el año 1880, siendo su primer nombre Akaba. Su tripulación estaba formada por unas cincuenta personas entre marineros y oficiales. El número de pasajeros que transportaba era de cincuenta y uno, mayoritariamente adultos (franceses, italianos, turcos y tres españoles) y cuatro niños. Fueron por tanto ciento una personas los testigos de esta gran tragedia que conmovió a Tenerife.

Pasan unos pocos segundos y, a través de una momentánea clarea, alumbrados por la luz del Faro de Anaga, surgen nítidos y amenazantes, como fantasmas que acaban de adquirir forma corpórea, los acantilados del Barranco de Anosma frente al cual se encuentran los rompientes conocidos por los pescadores de la zona con el nombre del Bajos de los Verdes y, un poco más lejos a estribor, los dos Roques de Anaga. Una columna de agua surge de la Baja de La Mancha Blanca. El oficial, nervioso y apresurado, se dirige al capitán: “¡Encallamos!”. El capitán apenas tuvo tiempo de proferir una maldición: “¡Santo Dios! ¡Este loco nos ha perdido!”.
No había terminado de pronunciar estas palabras cuando se oyó debajo del casco un estruendo ensordecedor y una inmensa vía de agua anegó la sala de máquinas reventando las calderas y haciendo que los noventa y nueve metros de eslora se partiesen en tres pedazos. Acto seguido comenzó la angustiosa agonía de los cincuenta tripulantes y cincuenta y un pasajeros que ocupaban la nave: las lamentaciones e imprecaciones en varios idiomas –francés, español, turco, italiano- se mezclaban con los nerviosos relinchos y los golpes desesperados de los caballos que a coces intentaban romper las paredes que los aprisionaban para escapar de una muerte que intuían inminente.

El comandante del barco murió y tomó el mando el capitán Leroy. Su primera disposición fue ordenar que todo el mundo se trasladase inmediatamente a la proa, que era la parte encallada del barco, pues, al encontrarse afianzada en las rocas que conforman los Bajos Verdes, la consideraba más segura ante el empuje del oleaje. En la popa se encontraba un matrimonio con sus dos hijos, todos aferrados al mástil; en el momento en que intentaban pasar a proa una ola furiosa los barrió haciéndolos desaparecer para siempre; a viajeros y tripulantes, envueltos por la espuma de las olas y asidos a los trozos de madera en que se iba convirtiendo la nave, la espuma blanquecina que formaba el roce de las olas con el fuerte viento los iba envolviendo como blanco sudario para realizar su último viaje.
El Capitán Leroy ordenó a un marinero que tenía fama de buen nadador que intentase llegar hasta la costa para atar un cabo y tratar de desembarcar a los que todavía permanecían en la cubierta; tres veces acometió la tarea encomendada y, cuando parecía que iba a conseguirlo, una ola enorme lo estrelló contra los arrecifes: destrozado, desapareció inmediatamente bajo las furiosas aguas. A la mañana siguiente el Vapor Susu, de matricula inglesa, que partía de Garachico en dirección a Anaga al mando del capitán Ezequiel Crespo, al pasar los Roque de Anaga divisó sobre el oleaje de los Bajos Verdes los mástiles de un barco.
Al pasar la baja de Roque Bermejo se observó la chimenea del barco así como restos emergentes del mismo y, poniendo proa hacia el lugar de la tragedia, se acercó lo máximo que pudo, ya que el embate de las olas lo podía hacer zozobrar en el mismo lugar, y se arrió un bote que iba patroneado por un joven y valiente marinero de Taganana, Rafael Rodríguez Campanario, piloto del Susu. Según se acercaba a los rompientes oía los gritos de dolor de los náufragos. De pronto observó a un grupo de personas agarrados a un pequeño bote de madera hundido; al no poder acercarse se lanzó rápidamente al agua asido a un cabo, que ató en la embarcación hundida, remolcándolos posteriormente hasta el Vapor Susu, donde fueron atendidos. En este grupo se encontraban el capitán y el segundo, además del único pasajero español de Cartagena, Rafael Muñoz, que curiosamente ya había naufragado dos veces (la última en Filipinas, donde el Gravina encalló en un banco de coral, salvándose veinticuatro de los ciento un tripulantes y pasajeros que conducía).

Como no podía acercar más el bote a los náufragos, el valiente Rafael arrojó unos salvavidas para que se lanzaran al agua los supervivientes más próximos. Un joven oficial se lanzó sobre uno de estos salvavidas con la intención de acércarlos al resto, pero en este momento se desprendieron el palo mayor y la chimenea del vapor cayendo sobre este oficial y arrastrando en su caída a todos los que estaban asidos al mismo, desapareciendo todos bajo las impresionantes olas. A escasa distancia se podía observar entre la espuma a tres mujeres con los brazos en alto que iban siendo tragadas junto con el resto de la chimenea del barco ante la impotencia de Rafael.
Del centenar de personas que viajaban en el Flachat solo pudieron salvarse trece tripulantes, entre ellos el capitán Leroy, el segundo piloto y un pasajero español, natural de Cartagena, que había embarcado en Barcelona, y sucumbieron, tragados por el mar, los demás oficiales y tripulantes hasta el número de treinta y seis y, del pasaje, cincuenta de cincuenta y un pasajeros, siendo en total el número de ahogados de ochenta y seis personas.
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