por Álvaro Santana Acuña
¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas?
En los libros constan los nombres de reyes.
¿Llevaron los reyes los bloques de piedra a cuestas?
(Bertolt Brecht, 1935)
Canarias y su historia
van camino de convertirse, si nadie lo evita, en un parque temático. En el
futuro los canarios visitaremos los monumentos heredados del pasado como quien
en Disneyland se pasea por un reino postizo y especioso de cartón piedra. La
creciente «Disneyficación» de nuestro pasado y entorno cotidiano está
íntimamente conectada con la manera despersonalizada, incoherente y elitista en
que entendemos y custodiamos el patrimonio histórico. Para una gran parte de la
opinión pública e instituciones políticas, sólo han de ser protegidos los
monumentos más famosos y singulares (palacios, iglesias, conventos, casas
solariegas, etc.), lo que además facilita su explotación como lucrativas
atracciones turístico-culturales. Aunque no cuestiono su grado de protección y
valor histórico, estos monumentos representan exclusivamente a una minoría;
mientras continúa la ignominia y desaparición de los más representativos (la
casa terrera urbana, la vivienda unifamiliar rural, etc.). En efecto; quien
haya visitado un parque temático de Disney habrá recorrido, por ejemplo, el
lujoso palacio de la Bella Durmiente. Pero nunca habrá explorado el interior de
las humildes casas de los campesinos del reino. Sencillamente porque no
existen.
De modo similar, la
«Disneyficación» del pasado canario amenaza con confundir la historia de
ciudades, pueblos, yacimientos arqueológicos y espacios naturales con la
historia de una minoría dueña de suntuosos palacios e iglesias. Los monumentos
de esa minoría constituirán los únicos reclamos turísticos de un parque
temático de islas de cartón piedra, flotando en un océano gobernado por las
mareas de un desarrollismo trasnochado y elitista. En realidad, este
desarrollismo (que dice buscar la conservación de nuestro pasado) protege
obstinadamente el palacio de la Bella Durmiente, mientras destruye
sistemáticamente las casas de los campesinos del reino y en su lugar construye
una autopista, aparcamientos y varios restaurantes para facilitar a los
turistas canarios y foráneos la cómoda visita del palacio y el resto del parque
temático.
Mi diagnóstico,
quizás, le parezca al lector exagerado e incluso caricaturesco. Sin embargo,
los casos que refiero a continuación evidencian (1) que la protección del
patrimonio histórico canario está gobernada por una concepción profundamente
elitista de nuestro pasado y (2) que las instituciones políticas (tanto a
escala regional como insular y local) encargadas de la conservación y defensa
patrimonial se han convertido, deliberada o accidentalmente, en el brazo
ejecutor de esa concepción elitista que va camino de transformar el patrimonio
regional en un parque temático de cuento de hadas.
Comencemos por un caso
desafortunado. En 2006, un incendio destruyó la Casa Salazar en La Laguna, sede
del Obispado de Tenerife. El transcurrir lánguido e inexorable del tiempo
acomodó en el seno de la opinión pública la tesis del «desgraciado accidente».
Por lo tanto, no ha de sorprendernos que al día de hoy el casco histórico de La
Laguna, declarado por la UNESCO Bien Cultural-Patrimonio de la Humanidad hace
ya más de once años, continúe careciendo de un plan específicamente diseñado
para la prevención, detección y extinción de incendios. Como expliqué con mayor
detalle a raíz del incendio, esta carencia resulta aún más alarmante dado que el Ayuntamiento
prosigue, impasible, su proyecto de peatonalización del centro histórico,
mientras que más del 80 por ciento de las edificaciones que lo componen no
disponen de las más mínimas medidas anti-incendios. Los adoquines no se queman,
las casas sí.
Como es de sobra
conocido, la legislación vigente obliga a hoteles, residencias y museos a
contar con eficaces sistemas contraincendios. Pese a su alto valor
histórico-artístico, la experiencia de otros desafortunados incendios en La
Laguna y en el Archipiélago y, sobre todo, el conocimiento de cuán inflamables
son los materiales de las edificaciones históricas canarias, la Casa Salazar
carecía, insisto, de un sistema autónomo de extinción con aspersores de agua,
como el que tiene una moderna biblioteca o un archivo histórico. La actual
inacción institucional y mayoritaria dejadez ciudadana permiten que incendios
de estas características puedan repetirse tanto en La Laguna como en cualquier
otra isla.
Sin embargo, el
incendio afectó a un inmueble protegido por la concepción elitista del
patrimonio, lo cual suscitó – aunque tímida y esporádicamente – serias dudas
sobre la calidad de la protección del patrimonio regional. Al contrario de lo
que las instituciones políticas nos hacen creer, por activa y por pasiva, el
gran problema a afrontar no es la falta de fondos económicos, sino la
pervivencia de esa concepción elitista de la historia canaria, lo que se
traduce en la conservación prioritaria del patrimonio más célebre y monumental.
Así, en las ciudades históricas de Canarias, se continúa preservando,
celebrando y, cuando se queman, llorando los grandes y singulares monumentos,
mientras que la casa terrera urbana (es decir, el tipo de vivienda más
representativa) es víctima de la desidia ciudadana y el genocidio
institucional. En vez de diseñar soluciones creativas para convivir
armónicamente con nuestro patrimonio, se destruye todo aquél que parece
insignificante debido a su aparente falta de monumentalidad y valor histórico.
Se pregona que con
mantener las fachadas de las casas antiguas preservamos su historia. Este
«lifting» del pasado es un error fatal. En primer lugar, porque no existe una
política patrimonial que verdaderamente proteja la armonía arquitectónica y
urbanística de los conjuntos históricos, sino sólo los monumentos singulares.
Y, en segundo lugar, porque la organización del espacio dentro de las viviendas
no es eterna. Por ejemplo, no es igual la manera de disponer las habitaciones
en una casa del siglo XVI, que en una del siglo XIX o en una de 2011. Esta
organización tampoco es igual dentro de una casa terrera que lo era en el
interior de la Casa Salazar. Y aunque esto parezca evidente, en los cascos más
históricos de Canarias (los que han de dar el mejor ejemplo) sigue reinando
despóticamente la política de mantener las fachadas de los edificios que no son
grandes monumentos y derribar sus espacios interiores o, simplemente,
demolerlos en su totalidad. Ahora bien, ¿qué se gana con mantener una fachada
del siglo XVIII que esconde un interior del siglo XXI? Una ciudad a la
Disneyland. Esta falsificación del patrimonio que impone la concepción elitista
supone, en realidad (queramos admitirlo o no), destruir la historia del
Archipiélago. Porque, al fin y al cabo, qué tipo de historia preservamos en
nuestras calles para transmitir a las futuras generaciones y mostrar a los
turistas que nos visitan: ¿la de la mayoría de la población o la de una
poderosa minoría?
Si trasladamos el
análisis de las ciudades al campo, la situación se torna aún más desesperada.
En las llanuras de Lanzarote y Fuerteventura, los valles y terrazas de La
Gomera y El Hierro y en las medianías de Gran Canaria, Tenerife y La Palma, la
arquitectura rural tradicional agoniza. Aquí también la concepción elitista
reina despóticamente. Impone la conservación y protección de las grandes
casonas, mientras que las viviendas más pequeñas (que nos enseñan una simbiosis
única en el mundo entre el ser humano y una naturaleza extinta de
Europa hace millones de años, como la laurisilva) desaparecen una tras otra
como afectadas por una peste. Con el desagraciado añadido del turismo rural,
que en los últimos años ha desatado la moda homicida de adaptar casas rurales a
las comodidades de un hotel del siglo XXI en medio del monte.
El elitismo afecta
también al patrimonio menos visible: los documentos históricos. No me refiero a
la situación (muy positiva, dicho sea de paso, tras años de penuria) de los
archivos provinciales y diocesanos de Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de
Gran Canaria, ni los municipales como el de La Laguna. Por el contrario, me
refiero al deplorable estado de los archivos históricos de pequeños municipios,
instituciones culturales, empresas privadas y familias. Y a cuya salvación y
protección los profesionales de los archivos arriba citados y un puñado de
historiadores heroicos han dedicado cientos de horas anónimas
desinteresadamente, las cuales ni han sido remuneradas por las instituciones
políticas, ni tampoco agradecidas públicamente por los medios de comunicación y
la sociedad canaria.
Quizás, la
circunstancia más paradójica sea el surgimiento de un discurso nacionalista en
las últimas décadas, mientras, que a lo largo y ancho del Archipiélago, los
yacimientos arqueológicos de nuestros proclamados antepasados son continuamente
expoliados. ¿Por qué? Porque, de nuevo, sólo se protegen determinados
yacimientos: los más singulares. El caso más reciente es el de la Cueva Pintada
de Gáldar. Tras ser reabierta al público después de años de abandono social y
desidia institucional, la Cueva ha sido bautizada como la «Capilla Sixtina» de
Canarias. Sin embargo, uno de los yacimientos al aire libre de grabados
rupestres más importantes de España y Europa, El Julan en El Hierro, es
repetidamente expoliado pese a la denuncia de numerosos herreños que se topan
con la sordera institucional.
No acaba aquí el
problema del elitismo. Para quienes lo desconozcan, la Cueva Pintada de Gáldar
era parte de un sofisticado hábitat protourbano, y no un centro público de ocio
de los aborígenes. La Cueva pudo servir de vivienda a poderosos miembros de la
nobleza aborigen y/o como santuario sagrado. De hecho, como es bien conocido,
Gáldar fue la sede de los Guanartemes y su corte. Al igual que la visita de la
Capilla Sixtina en Roma estuvo exclusivamente reservada durante siglos al Papa,
la curia vaticana e ilustres personalidades, la contemplación de los motivos
geométricos parietales de la «Capilla Sixtina canaria» hubo de limitarse a una
reducida elite aborigen. Por lo tanto, ¿cómo hoy puede considerarse a la Cueva
Pintada un símbolo de identidad de todos los canarios
cuando no lo fue para los de la prehistoria?
Concluiré con otros
dos casos que revelan el modo contradictorio e inmaduro en que es tratado
nuestro patrimonio. Hace casi ochenta años fue demolido el Castillo de San
Cristóbal en Santa Cruz de Tenerife. El Castillo ocupaba gran parte del espacio
que hoy es conocido como la Plaza de España. Se decidió demolerlo porque era un
adefesio ciclópeo que asfixiaba el desarrollo urbanístico y el progreso de
Santa Cruz. Pero el siglo XXI nos ha devuelto al muerto. Removiendo en su tumba
en 2006, las obras de reforma de la Plaza de España descubrieron
accidentalmente parte de los cimientos del Castillo. La inmediata reacción
político-institucional fue congratularse de haber encontrado restos del muerto
y además pedir su incorporación necrófila al proyecto de reforma de la Plaza.
He aquí como el adefesio ciclópeo pasó ochenta años más tarde a convertirse en
necrofilia político-artística: la celebración gloriosa de nuestro pasado en
ruinas.
Hoy, con los mismos
argumentos empleados para legitimar la desaparición del Castillo de San
Cristóbal, se aplaude la decisión de demoler (parcialmente) otro «adefesio»
urbanístico de Santa Cruz: la Plaza de toros. Brevemente, se trata de un
ejemplo muy importante de la arquitectura historicista canaria de inicios del
siglo XX. Además, es el único coso taurino que queda en el Archipiélago. Su
ocaso significará el triunfo del desarrollismo urbanístico que no sabe, ni
quiere convivir armónicamente con el pasado, sino sólo destruirlo.
El aplaudido
apuntillamiento de la Plaza de toros constituye otra muestra evidente de
elitismo patrimonial. En efecto, se continúa solicitando la rehabilitación de
la logia masónica de Santa Cruz. La logia, que fue construida también a inicios
del siglo XX, funcionó como un centro de reunión privada y exclusiva de los masones.
Dicho de otro modo. Su importancia histórica e impacto en la vida cotidiana de
la ciudad ha sido mucho menor que el de la Plaza de toros. Esto no significa
que la logia no deba ser rehabilitada con urgencia. Al contrario, mi objetivo
es preguntar qué valor tiene para Santa Cruz y Canarias la Plaza de toros; un
edificio abierto al público y por cuyas gradas pasaron varias generaciones de
ciudadanos y que, hasta los años ochenta del siglo XX, fue el centro neurálgico
de los actos del Carnaval. ¿Será posible que el elitismo y la «Disneyficación»
nos hagan estar tan ciegos y ser tan desagradecidos con nuestra historia y
patrimonio?
Hasta que los canarios
de a pie no entiendan que la conservación de un suntuoso palacio o una mansión
señorial es igual de importante que la protección de las casas más pequeñas y
menos monumentales que conforman la mayoría absoluta en los cascos históricos
canarios y también en el medio rural, su patrimonio les seguirá siendo
extranjero a ellos mismos; como si no les perteneciera. De la sociedad canaria
depende, por tanto, acabar con el analfabetismo respecto a su historia
favorecido desde las instituciones políticas por la concepción elitista que
gobierna la preservación del patrimonio. La alternativa que defiendo consiste en
apreciar y salvaguardar juiciosamente el patrimonio como una muestra representativa de
nuestro pasado, convivir con él en armonía, enriquecerlo con nuestras propias
aportaciones y transmitirlo con orgullo al futuro. La otra alternativa, un
tumor cancerígeno por extirpar que le ha salido al Archipiélago, se resume en
permitir a las instituciones políticas que prosigan con su elitista protección
del patrimonio. Así, el tumor se transformará, finalmente, en el ansiado parque
temático: Disneycanarioland.
Álvaro Santana es Historiador y Sociólogo. Universidad de Harvard.